40 años de la Noche de los Bastones Largos

Actividades desarrolladas en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA en el año 2006, a 40 años de la Noche de los Bastones Largos


Actividades a 40 años de la noche de los bastones largos

La Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA) invita a la comunidad a participar de la serie de actividades organizadas en conmemoración del 40 aniversario de “La noche de los bastones largos”.
Jueves 31 de agosto, 18:00 hs.
Informamos a la comunidad de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales que el próximo 31 de agosto tendrá lugar una mesa redonda sobre La Noche de los Bastones Largos de la que participarán destacadas personalidades del ámbito cultural y científico. Serán los panelistas, el Dr. Horacio Gonzáles (director de la Biblioteca Nacional), el Dr. Roberto Fernández Prini (Profesor Emérito de la FCEN), el Arq. Jaime Sorín (decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo) y el Dr. Héctor Maldonado (Profesor de la FCEN). También se proyectará un video de 10 minutos del director Tristan Bauer sobre el tema.
Esta mesa redonda se enmarca en las actividades que viene organizando la Facultad a 40 años de los hechos y se eligió la fecha de ralización con especial atención al periodo de clases para, de esa manera, promover y posibilitar la concurrencia de alumnos a la misma.
Los esperamos el jueves 31 de agosto en el Aula Magna del Pabellón II a las 18 hs.


El Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación organizó un acto conmemorativo la tarde del viernes 28 de agosto.Leer el discurso pronunciado por el decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Dr. Jorge Aliaga.


Viernes 28 de julio – 18:00 hs.
Inauguración de la exposición fotográfica: “La Facultad de Ciencias Exactas y Naturales: imágenes y testimonios de su historia”.
Lugar: Manzana de las Luces. Perú 272, Capital Federal.
Organizan: Comisión Nacional de la Manzana de las Luces, Secretaría de Cultura de la Nación y Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA).


Sábado 29 de julio – 12:30 hs.
Acto conmemorativo del 40 aniversario de “La noche de los bastones largos”
Lugar: Sala J. L. Borges, 1er piso de Biblioteca Nacional, Agüero 2502, Capital Federal.
Organizan: Biblioteca Nacional, Secretaría de Cultura de la Nación y Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA).
 
RECORDATORIO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL
El día sábado 29 de julio, momento en que se cumplieron 40 años de la “Noche de los bastones largos”, la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales y la Biblioteca Nacional realizaron un acto recordatorio en las instalaciones de la Biblioteca del que participaron como oradores Pablo Jacovkis, Oscar Terán, Luis Quesada Allué y se leyó una carta enviada desde la Ciudad de México por Rolando García. El cineasta Tristán Bauer presentó un avance de su documental sobre el episodio de los bastones.
Reflexiones para un análisis histórico
Carta de Rolando García, decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales en el momento del desalojo y la represión
Cada año, en el aniversario del evento que se conoce como “la noche de los bastones largos”, he sido requerido por distintos medios para adherir a la conmemoración con alguna declaración o algún relato sobre mis propias vivencias en aquellas circunstancias. En los últimos años, he declinado la mayor parte de tales invitaciones porque no he querido reactivar polémicas del pasado ya que no fue unánime la interpretación de las causales de ese hecho en el propio ámbito universitario.
En efecto, la mayor parte de los esfuerzos por reconstruir la memoria de aquellos acontecimientos, se han concentrado en reunir testimonios a modo de entrevista que, pese a su indiscutible valor documental para la construcción futura de tan necesaria historia, suelen ofrecer explicaciones simplistas sobre las causas y los móviles de la intervención a la Universidad. Cito, como ejemplo, una entrevista al Ingeniero Fernández Long, publicado por Página 12 en un folleto titulado “La noche de los bastones largos treinta años después”. Cabe mencionar que el Ingeniero Fernández Long, entonces Rector de la Universidad, se había retirado a su domicilio luego de conocerse el decreto de intervención, de modo que se enteró al día siguiente del ataque policial. En el fragmento citado a continuación, se alternan las voces del entrevistador y del entrevistado:
[se abren comillas] “El episodio en sí, confiesa Fernández Long, fue más que nada una venganza contra el decano de Exactas, Rolando García, porque los militares le tenían mucho odio a la gente de izquierda y pensaban que la Universidad era un nido de comunistas. Pero Fernández Long no se cansa de repetir que los bastonazos no fueron lo más importante, lo peor fue que destruyeron la Universidad. Por intentar acabar con un pequeño grupito, despedazaron la institución, se lamenta. Además, recuerda que García le comentó que en Exactas estaba el hijo de un General y que ese chico se había identificado tanto con la Facultad y estaba tan contento con el ambiente, que terminó haciéndose comunista. Entonces el padre del estudiante jamás le perdonó al decano que le hubieran pervertido al hijo, y que esa habría sido una de las razones del ensañamiento con Exactas”. [Se cierran comillas]
Dejando a un lado la aseveración falsa que me atribuye haber afirmado que el hijo del General se hubiera hecho comunista, resulta difícil aceptar el testimonio de Fernández Long como una explicación de las causas de la intervención. Difícil explicar de qué manera un antagonismo ideológico entre un decano y un general de las fuerzas armadas, pudiera movilizar a la policía y, en un único acto, destruir una institución de la solidez y el prestigio de la UBA en aquellos años. Sin embargo, el testimonio se basa en un hecho concreto cuyo análisis sugiere una cantidad importante de preguntas: efectivamente, la policía no atacó a la Universidad en su conjunto, es decir, en sus numerosas sedes ¿Cómo fue posible tanta “eficiencia” sin un despliegue importante de tropas, en una acción brutal pero breve y precisa y sin ocupación de las instalaciones?
Los lugares que fueron atacados estaban, obviamente, predeterminados. El número de “efectivos” que actuaron (para utilizar su propia jerga) fue reducido. Los “detenidos” fueron trasladados a las comisarías en camiones que esperaban en el momento y en el número requerido.
Todas estas particularidades muestran que el ataque policial contó con una minuciosa preparación, o por lo menos una abundante información previa como para poder actuar con tanta precisión. Suponer que la policía contó con el apoyo y la orientación desde el interior de la Universidad, no es producto de una especulación arbitraria sino consecuencia del análisis de los hechos concretos. La hipótesis cobra fuerza, además, cuando se la analiza desde la perspectiva de las luchas que se desarrollaron en la Universidad en períodos previos y de las cuales las sesiones del Consejo Superior constituyeron un escenario representativo. Allí surgían las clásicas diferencias entre reformistas y humanistas o entre confesionales y laicos.
Las discrepancias entre ambos grupos rara vez estaban referidas a problemas académicos y, en todo caso, los debates sobre los planes de estudio o los proyectos de investigación eran sumamente cordiales. Pero los antagonismos eran insoslayables cuando los temas rozaban las ideologías políticas. La polarización se agudizaba cuando se ponía en evidencia la acción solidaria de los grupos derechistas para “no dejar pasar” a los que ellos consideraban “izquierdistas”. Cuando las alianzas no eran suficientes, se recurría a métodos extra-universitarios.
Sólo para ilustrar esta situación, citaré un episodio que he descrito con detalle en otras oportunidades. El hecho ocurrió en el decanato de la Facultad de Ciencias Económicas a donde había acudido respondiendo a un llamado urgente del decano Dr. Chapman. Allí se encontraban dos personajes, obviamente oficiales de cierto rango dada su actitud y su lenguaje. A mi llegada, me dijeron sin mayores protocolos: “Hemos informado al Dr. Chapman que el señor Silvio Fondizi, cuyo nombramiento ha sido propuesto por esta Facultad, no puede ser profesor de la Universidad”. Ante la contundencia de lo que pretendía ser una orden, adopté la ironía: “¡Ah, Caramba!, ¿consideran ustedes que no tiene suficientes méritos académicos?, ¿tendrían entonces algún mejor candidato que pudiera ser propuesto?, ¡traigan entonces su curriculum!”. “No se trata de eso”, contestaron con una respuesta seca y enérgica. “¿Ah no?, ¿de qué se trata, entonces?”, agregué con mi mejor tono de ingenuidad. “Se trata de sus ideas”, contestaron sin dar más vueltas. Manteniendo absoluta serenidad, me dediqué a mostrarles que, entre los antecedentes que debíamos considerar para otorgar un nombramiento de profesor, no figuraban las ideas políticas. Me interrumpieron abruptamente diciendo: “Vemos que con usted no se puede hablar” y se marcharon. Es de imaginar la preocupación con la que nos quedamos, Chapman y yo. Sin embargo, la Facultad de Ciencias Económicas mantuvo su propuesta.
Sumamente doloroso me resulta recordar que, años después, cuando entraron en acción los grupos paramilitares, en los prolegómenos de la dictadura de Videla, fue encontrado el cadáver de Silvio Frondizi, con signos de tortura. Casi de inmediato, un oficial retirado de la Fuerza Aérea, con quien había mantenido muy buenas relaciones, me llamó para pedirme que me fuera inmediatamente del país porque mi nombre figuraba en la misma lista de ejecuciones.
La referencia a semejantes recuerdos personales no tiene otro objeto más que respaldar la hipótesis de que la noche de los bastones largos contó con el apoyo (y quizás con la complicidad) de un sector importante de la Universidad. Y si alguna duda cabe de la validez de esta hipótesis, baste citar un último recuerdo: uno de mis implacables adversarios en el Consejo Superior, el Dr. Risolía, decano de la Facultad de Derecho –quien siguió acudiendo a las sesiones del Consejo aún después del golpe y hasta que se anunció la intervención– se despidió del rector renunciante informando, con irónica sonrisa, que había sido nombrado miembro de la Corte Suprema por el gobierno del General Onganía.
Mantener vivo el recuerdo de aquella noche que ha quedado como símbolo del comienzo de un período funesto para nuestra historia es de suma importancia. Pero dado el momento crítico por el que atraviesa actualmente la Universidad (que pude constatar personalmente en mi reciente y prolongada estancia en Buenos Aires), no basta con reconstituir la crónica de los hechos e insistir en el recuento de los daños: es imperativo comenzar a profundizar en el análisis de las causas internas y los actores que favorecieron o al menos permitieron el derrumbe de la institución en aquellos años. Sin el análisis autocrítico de las fracturas internas que permitieron entonces la intervención (que fue una intervención política antes que una intervención policial), el riesgo de que la historia se repita es sumamente alto.
Es por ello que ante la atenta invitación de los organizadores de este acto (la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales y la Biblioteca Nacional) decidí estar presente esta vez y compartir con la audiencia aquellas preguntas que me parecería sumamente útil plantearse para que la Noche de los Bastones Largos no sea sólo un motivo de homenaje sino, además, objeto de un análisis histórico con valor presente.
A cuarenta años
Exposición de Pablo Jacovkis, ex decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales
Querría hacer unas breves reflexiones sobre cómo interpreto yo, y qué significa para mí, la Noche de los Bastones Largos, mezclando un poco mi visión actual con la sensación del momento. Es decir, la Noche de los Bastones Largos como destrucción de una Universidad brillante. Debo aclarar que mi visión no es la de un observador finlandés que viene a investigar en su año sabático con objetividad y distanciamiento. Estudié en un colegio de la Universidad entre 1958 y 1963, fui estudiante de esa Universidad entre 1964 y 1966, y terminé mi carrera en una Universidad completamente distinta, como para comparar. Y, por añadidura, durante gran parte del así llamado “período de oro” 1956-1966 mi padre era profesor y Director adjunto del Departamento de Industrias y en particular participó en la idea del Instituto Tecnológico del que ya hablaré y mi madre era la Subgerenta General de EUDEBA, o sea viví la Universidad cotidianamente, en mi casa. Esto le quita a mi testimonio el distanciamiento del profesor finlandés, pero le agrega vivencia, supongo que tamizada por una experiencia y una lejanía de cuarenta años.
Era obvio después del golpe de estado de Onganía que la Universidad iba a ser intervenida. La institución más progresista de la Argentina, en la cual se discutían los problemas nacionales y se gozaba de un alto nivel educativo y de investigación no iba a poder ampararse en su autonomía para resistir el embate del nuevo gobierno. Algunas caracterizaciones son conocidas: desde las explicaciones generales (una universidad progresista, abierta al debate, de alto nivel científico, con interés por desarrollar tecnología al servicio de las necesidades nacionales, y para peor autónoma, era impensable para un proyecto que hoy podríamos llamar neoliberal, elitista, antiobrero, antidemocrático y afín con los intereses de las grandes empresas internacionales) hasta las particulares (el odio profundo que el jefe de Policía, General Fonseca, mantenía contra la institución de la cual provenían los estudiantes que había escupido, insultado y arrojado monedas a los militares en un acto de homenaje al Gral. Roca llevado a cabo poco tiempo antes, todavía durante el gobierno del Dr. Illia) hay innumerables explicaciones no sólo del golpe sino de la agresión absolutamente gratuita contra un conjunto de universitarios desarmados. En general, pienso que esas explicaciones son correctas y complementarias. Pero querría agregar algo. Hay algo más, algo muy enfermo de la Argentina de esa época, que llegó a su paroxismo durante el siguiente y sangriento período militar, el que comenzó diez años después. Es muy raro encontrar un país de desarrollo intermedio, con una apreciable proporción de la población bien educada, un nivel de sofisticación que en Buenos Aires podría compararse con el de unas pocas capitales europeas o grandes ciudades norteamericanas, y con seguridad muy superior al de la mayoría de las demás capitales (que en algunos casos parecían provinciales comparadas con Buenos Aires) en el cual hubiera una brecha tan grande entre la ideología de las Fuerzas Armadas y la ideología que debería corresponderles justamente por ese grado de desarrollo y sofisticación. Recuérdese que durante la dictadura de Onganía se llegó a cortar el pelo a la fuerza a jóvenes que lo usaban demasiado largo (a juicio de la policía, por supuesto) y a entrar a saco a hoteles por hora para detectar y avergonzar (o extorsionar) a parejas no unidas en legítimo matrimonio (como si las parejas unidas en legítimo matrimonio necesitaran en general de hoteles por hora).
Es decir, lo que quiero enfatizar es esa sensación extraña de que el país iba por dos carriles diferentes; más que diferentes, antagónicos. Y en el choque que finalmente se produjo triunfó el carril de la oscuridad, del atraso y de la dependencia. Por un lado, un grupo numeroso de intelectuales, profesionales, gente de clase media, e incluso políticos que, de modo a veces explícito y a veces inconsciente, tenían la creencia, o más bien la convicción, de que la ciencia y la tecnología eran fundamentales para el desarrollo argentino; en ese sentido, visto retrospectivamente, el Presidente Arturo Frondizi, cuyo mandato coincidió casi totalmente con el de su hermano, el Rector Risieri Frondizi, tenía muchos más puntos en común con el grupo dirigente de la Universidad, y en particular de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, de lo que éstos hubieran admitido. Y, lo que es también muy interesante, el radicalismo antifrondizista (el Radicalismo del Pueblo, como se llamaba) que llevó a la Presidencia a Arturo Illia, compartía de una manera u otra ese “desarrollismo”. Las empresas estatales (la Comisión Nacional de Energía Atómica, YPF, Gas del Estado, etc.) eran sagradas para todos. Cuando tenían una dirección eficiente, como Gas del Estado durante casi todo ese período, su actividad era espectacular. Salvo para un conjunto reducido de ideólogos de la derecha económica (los que hoy llamaríamos neoliberales) dichas empresas del Estado, a pesar de sus defectos (y especialmente YPF y la Comisión Nacional de Energía Atómica) eran casi el marco de referencia de la argentinidad. Atacarlas era como atacar a la mamá de uno. Y en ese contexto la Universidad realizó en el período de oro una labor impresionante en el sentido del desarrollo: se crearon varias carreras (psicología, sociología, economía), se creó EUDEBA que publicó millones de ejemplares (cada vez que encuentro un universitario latinoamericano o ibérico de mi generación me comenta que estudiaba por los libros de EUDEBA), se comenzó un proceso de departamentalización interfacultades con el Departamento de Industrias (debieron pasar 35 años desde la Noche de los Bastones Largos para que, en 2001, se repitiera la experiencia con la creación, no sin dificultades, del Departamento de Alimentos de la UBA) y se estaba por discutir en el Consejo Superior el proyecto de creación del Instituto Tecnológico de la Universidad de Buenos Aires, organismo interdisciplinario de ciencia aplicada basado principal – pero no exclusivamente – en las Facultades de Ciencias Exactas y de Ingeniería cuando el golpe truncó ese proyecto, como muchos otros. Y no olvidemos que en esa Universidad, acusada a veces de vivir fuera de la realidad argentina (cuando en realidad en ninguna parte se discutía y analizaba la realidad argentina como en la Universidad), también se hacía extensión, y algunos proyectos, como el de Isla Maciel, fueron admirables. La Universidad tenía una influencia enorme a nivel nacional; una demostración de esto es el hecho de que durante el gobierno títere de José María Guido entre marzo de 1962 (en que fue derrocado Frondizi por el habitual golpe militar al triunfar el peronismo en las elecciones, en particular de gobernador de la Provincia de Buenos Aires) y octubre de 1963 (en que asumió Illia) el gobierno, que intervino las provincias y disolvió el Parlamento, no se atrevió a intervenir las Universidades; esa Universidad era realmente un gran peligro para cualquier proyecto reaccionario, y por eso la saña, sorprendente para la época, de la policía al entrar a nuestra Facultad.
De todos modos, es importante además prestar atención al contexto difícil en el que la Universidad realizaba su actividad, lo cual hace aún más meritorios sus éxitos. Si bien tenía una gran ventaja respecto de la situación actual – su presupuesto y los salarios docentes eran mayores, pese a que en esa época los considerábamos muy bajos y hacíamos manifestaciones que debilitaban al gobierno de Illia – tenía por otra parte varias y serias desventajas: por un lado, había un permanente peligro de intervención, pues los militares y gran parte del establishment consideraban comunista y subversiva cualquier discusión sobre temas tabúes; recuerdo el revuelo que se armó cuando EUDEBA publicó “El marxismo” de Henri Lefebvre, que confirmaba las más horribles suposiciones de la derecha. Además, la Universidad misma no era homogénea, tenía peligrosos enemigos internos: vale la pena recordar que cuando se produjo el golpe de estado de Onganía, la Junta Militar echó a los jueces de la Suprema Corte, y llamó al Decano de la Facultad de Derecho, Dr. Marco Aurelio Risolía, a integrar la nueva Corte adicta. La Facultad de Derecho era en esa época un bastión de la extrema derecha.
Tenemos entonces por un lado un país que estaba creciendo al 7% anual durante todo el período de Illia, respetuoso de las libertades públicas y que estaba terminando con la proscripción del peronismo, y por el otro esas Fuerzas Armadas imbuidas de integrismo católico, más propias de la España de Franco que de la Argentina. En esas condiciones hubo presagios de la Noche de los Bastones Largos: el Presidente Frondizi comprendió con qué Fuerzas Armadas (y con qué Iglesia, completemos el pensamiento) debía lidiar y eligió un camino a mi juicio muy equivocado, sobre todo teniendo en cuenta su inteligencia y olfato político: intentó apoyar su proyecto desarrollista en las Fuerzas Armadas y en la Iglesia, con discursos esquizofrénicos en los que se refería a que el país había sido creado con la cruz y con la espada, sin darse cuenta de que con esas Fuerzas Armadas y esa Iglesia su proyecto habría de fracasar, porque en un país desarrollado las Fuerzas Armadas están subordinadas al poder civil y existe el divorcio…y así le fue, así nos fue. Y durante el gobierno títere de Guido se produjo un pequeño ensayo, sin violencia, de lo que fue después la destrucción de la Universidad: el Dr. Pirosky, director del Instituto Malbrán, fue echado con acusaciones canallescas y un tufillo a antisemitismo, al igual que varios científicos jóvenes, creándose una situación irrespirable que provocó la renuncia, y radicación en Inglaterra, de César Milstein. No está de más recordar el nombre del Ministro responsable de tamaña barbaridad: Tiburcio Padilla. Y ya que estamos, mencionemos al responsable civil de la Noche de los Bastones Largos: se llamaba Gelly y Obes, y era el Secretario de Educación, pues una de las primeras medidas de Onganía fue reducir el Ministerio de Educación a Secretaría: todo un símbolo de su interés por la educación.
Ahora bien, ¿qué era, en realidad, lo que yo sentí en esos años como lo más valioso de la Facultad? Lo que tenía la Facultad más que en ninguna otra época era entusiasmo, una visión integradora de la ciencia y de la cultura y un proyecto. Seamos claros: el nivel académico actual de la Facultad es superior al de esa época, medido con los parámetros usuales de producción científica. Pero no hay el mismo entusiasmo, y no hay un proyecto común, como la crisis que está viviendo la Universidad lo muestra. En esa época ya se discutía sobre cientificismo (en general sin usar ese sustantivo), y el Instituto Tecnológico al cual hice mención era una demostración de que la Universidad tenía plena conciencia de que la ciencia no es un ente abstracto y de que, si bien todas las ramas del saber son respetables, una conducción de política académica y científica no puede estar apoyando a todas por igual: tiene que tomar decisiones y decidir prioridades, que es lo que trató de hacer la Universidad en esa época, con todas las dificultades que ese tipo de decisiones y elecciones provoca.
¿Y después? ¿Cómo era la Universidad de Onganía? Dejando de lado la represión, la clausura de los centros de estudiantes, la falta de concursos (salvo los organizados precipitadamente al final de la dictadura militar, para mantener el status quo, y que el futuro Presidente Cámpora anuló, con mejor criterio que Alfonsín diez años después), mi sensación profunda era de pérdida de objetivos y de mediocridad. Muchos de los cargos dejados vacantes fueron ocupados por mediocres, por supuesto, pero también hay que aclarar que algunos distinguidos profesores y docentes auxiliares no renunciaron, o fueron designados después. Naturalmente se resintió la enseñanza y la investigación, pero sobre todo no había más ese espíritu de entusiasmo, de proyectos comunes, de pensar en la sociedad. Porque esa Universidad estaba incluida en el proyecto llamémoslo patológico-reaccionario de Onganía, quien no pudo llevarlo totalmente a cabo. Se necesitó otra dictadura, mucho más feroz, que cobró muchas víctimas en la Universidad entre desaparecidos, muertos y exiliados internos y externos, para concretar la derrota de la Argentina de las empresas nacionales, de la ocupación plena, y sobre todo de la confianza en el futuro, fuera éste el futuro socialista de la izquierda revolucionaria o el futuro de país desarrollado capitalista de los que ahora llamaríamos progresistas.
El sueño integrista militar-religioso ha fracasado. ¡Pero a qué precio! ¿Cuántos años nos costará recuperar el tiempo y el terreno perdidos? En lo que respecta a la responsabilidad de la Universidad, a pesar de los crónicos bajos presupuestos tiene recursos humanos valiosísimos y líneas de investigación de alto nivel. Pero tiene que recuperar los proyectos, la visión estratégica y el entusiasmo. Necesitamos esa recuperación no sólo como homenaje a quienes fueron agredidos y humillados en la aciaga noche que estamos recordando, y a quienes se solidarizaron con ellos, sino como contribución indispensable para mejorar nuestra gravemente dañada sociedad.
Aquella noche del sesenta y seis
Exposición de Oscar Terán, profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA.
Ahora que la memoria se ha impuesto como deber, deber potenciado por la temporalidad quebrada de nuestra historia reciente, los contemporáneos de algunos de aquellos sucesos traumáticos hemos sido convocados en diversas circunstancias a testimoniar y a recordar. Y en cada uno de esos momentos ha resurgido la pregunta: ¿para qué recordar? ¿Acaso como un melancólico ejercicio de la edad madura? ¿Acaso para soplar los rescoldos de aquellos fuegos en los que ardía nuestra juventud?
No cuestiono esos usos narcisísticos de la memoria privada, sólo que en la escena colectiva creo que una de las funciones de la memoria es el restablecimiento de una heredad hacia las nuevas generaciones, para que ellas valoren y decidan con entera libertad aceptar lo que consideren rescatable y desechen los frutos envenenados del árbol de aquel tiempo pretérito que para nosotros fue un presente.
Intenté para ello un siempre amenazado ejercicio evocativo de aquella noche de hace cuatro décadas, emprendiendo la tarea necesaria y al mismo tiempo imposible de restituir lo que con el alma ligera solemos llamar “la vivencia de los hechos del pasado”.
Dicho sea de paso, anoche vi un programa televisivo dedicado a esta “noche de los bastones largos”, y no pude dejar de experimentar lo que con excesiva reiteración me gusta llamar el “síndrome Fabrizio”. Esto es, la inconmensurable distancia entre los hechos vividos y los hechos narrados, tal como le ocurría a Fabrizio, el personaje de La Cartuja de Parma, quien había estado en la batalla de Waterloo pero no podía identificar sus vivencias del galope de los caballos, los gritos de los heridos, el olor de la pólvora, la pasión, el tedio y el terror de los guerreros, con aquello que luego encontraba narrado con el nombre de “la batalla de Waterloo”.
Sea como fuere, trato de remontar el tiempo y me veo, joven estudiante de filosofía, en medio de la nerviosa asamblea de la facultad de la avenida Independencia al 3000. Allí se discute la toma de la facultad como acto de repudio a la intervención dispuesta por la dictadura de Onganía. No necesito ningún esfuerzo de memoria para saber que formé filas entre los entusiastas partidarios de esa ocupación, sobre la base de fuertes sentimientos antidictatoriales, focalizados en un campo enemigo que definíamos como una alianza entre las fuerzas armadas, la burguesía local y el imperialismo norteamericano. Esta entonces difundida caracterización estaba entonces sobredeterminada -como pronto se diría- por convicciones políticas alentadas por el “huracán sobre el azúcar” (Sartre dixit) proveniente de lo que llamábamos, como quien dice una contraseña, “la Isla”.
Resurgen ahora con mayor nitidez recuerdos sin imágenes, como una música que habitara el cuerpo con un cosquilleo. Decidida por aclamación la toma, se produce el pasaje al acto en medio de un entusiasmo febril, dirigido a preparar la resistencia ante lo que se estimaba la segura intervención policial. Un ruido sordo y violento penetra ese recuerdo, y el ruido proviene del cierre estrepitoso de las anchas puertas que aún hoy dan sobre la avenida, y su inmediato amurallamiento con bancos, pizarrones, escritorios y todos los elementos considerados adecuados. Lo mismo con las escaleras que llevaban a los pisos superiores. Entonces la palabra “barricada” asoma en mi conciencia, fusionada con figuraciones de las revoluciones francesas (del 48, de la Comuna de París), y también con películas en blanco y negro de la resistencia como La cruz de Lorena.
La siguiente imagen es precisamente cinematográfica. Con nitidez veo a un dirigente estudiantil (aunque su retrato se me mezcla con su actual rostro de conocido politólogo) que se había entregado con enorme brío a una actividad de lúdica destrucción. En las barricadas de las escaleras veo asimismo aparecer algunos de esos retratos al óleo de los sucesivos decanos de la facultad, de Miguel Cané para acá.
Luego, las puertas de entrada violentadas por la Guardia de Infantería seguida por mi visión estremecida ante la presencia súbita de los represores, sólidamente instalados con todos sus temibles pertrechos en el primer tramo de la entrada de la facultad; de lo que había sido hasta entonces nuestra facultad. Lamento el lugar común y la desmesura de la comparación, pero la célebre escena en las escalinatas de El acorazado Potemkin le otorga tonalidad a este recuerdo. Porque es preciso subrayar que hasta entonces (herencia de la Reforma del 18), la policía no había entrado en nuestros años en una facultad, lo cual caracteriza el contexto de estar viviéndose un momento histórico, así fuere de la petite histoire de la plebe universitaria.
Inmediatamente, como se hacía, entonamos el Himno Nacional, y los guardias, como también se hacía, detuvieron su avance, adoptaron posición de firmes y aguardaron hasta que fuera cantado en su totalidad. Me sorprendo al advertir que entonces aun las dictaduras tenían reglas. Recuerdo por fin que después lamentábamos con humor que el Himno argentino no tuviera la extensión de la Novena Sinfonía. Porque ipso pucho (también así se decía) comenzó la represión.
Comencé entonces a ser testigo activo -aunque “activo” es un calificativo piadoso- de lo que el ingenio de un periodista bautizaría (inspirándose en un inconmensurable episodio de barbarie de la Alemania nazi) como “la noche de los bastones largos”. Porque en efecto los agentes de aquel orden habían estrenado para la ocasión unos bastones extraordinariamente largos, y más largos aún ante mis ojos cada vez más llenos de aprensión. Recuerdo ese miedo por un compañero a quien llamábamos Paredón (porque era el único grito que entonaba con su vozarrón en todas las manifestaciones), quien no tenía empacho en confesar el temor ante la implacable golpiza que se avecinaba.
Los gases lacrimógenos precedieron la embestida; los papeles que quemábamos y algún otro objeto no hacían más que complicar la respiración, y empezamos a subir las escaleras, creo que hasta el tercer piso. Recuerdo el estruendo, la grita, la adrenalina, el temblor en las piernas y el gusto del miedo en la boca. También la sensación de asfixia por el humo y los gases. En aquel tercer piso había una pequeña puerta que pudimos forzar para salir a la terraza. Allí nos recibió la noche abierta, una noche de invierno creo que lluviosa e indiferente como siempre a los crueles enfrentamientos de los seres humanos. Allí también oxigenamos los pulmones, y ese oxígeno al llegar a mi cabeza me hizo comprender que ahora sí estábamos definitiva y literalmente atrapados sin salida. En eso, un alguien -recuerdo su baja figura difusa pero su nombre se resiste a acceder a la memoria- gritó señalando la calle: “¡Vienen los compañeros de Arquitectura a rescatarnos!”. Esta frase desesperada en una situación desesperada no dejó de parecerme lo que era: un soberbio disparate. Me asomé de todos modos por el parapeto y vi, sobre la calle Urquiza, a dos conocidos, a dos compañeros, a dos amigos en fin, que arrojaban piedras a la policía. Aquí emerge la única imagen bella de esa noche, quizás embellecida por el recuerdo y la ternura, una imagen celosamente guardada durante estos largos años en un rincón de mi cerebro. Como dije, los dos arrojaban piedras, vanas piedras, en fin, pero con unos giros que lucían como pasos de bailarines, como un gesto de rebeldía más estética y surrealista que política, o quizás todo eso a la vez…
La policía controló la Facultad, nos hicieron formar en filas, a quienes no les gustaban o a quienes los miraban al rostro los hostigaban, los castigaban, los humillaban. Y luego, de a uno en fondo -imposible no establecer analogías con la horrible colimba- nos hicieron salir. Éramos realmente muchos, no puedo calcular, pero la asamblea había sido multitudinaria, aunque también es cierto que no pocos habían escapado por las ventanas del edificio.
La policía organizó la salida por la puerta de la calle Urquiza, donde habían estacionado los carros de asalto para llevarse a los detenidos. A medida que salíamos llovían sobre nuestras cabezas algunos cachiporrazos, sobre nuestros tobillos las patadas y sobre nuestras almas los insultos y las burlas (las “befas”, diría). Cerca vi a una compañera justamente célebre por su belleza a quien cuando nos arreaban uno de los canas le espetó: “¡Corra, María Félix!”. Esta frase también quedó grabada en un rincón de mi memoria, porque ella condensaba lo que esa noche significaba para los apaleados pero también para los apaleadores. Quiero decir que siempre he sido sensible al resentimiento de clase.
Salí a la calle, un policía de civil me ordenó subir al carro de asalto. “Diezmaban”, eso se dijo después, esto es, de cada tantos elegían a uno vaya a saberse por qué y lo mandaban detenido a las comisarías. Subí, vi compañeros sentados y doblados, abatidos con la cabeza entre las manos. Lo cierto es que aprovechando la enorme confusión, seguí caminando por el pasillo del carro, y así como había entrado por la puerta delantera, creo, bajé con toda naturalidad, también creo, por la delantera.
El barrio estaba conmocionado. Las calles aledañas, atiborradas de estudiantes que caminaban o corrían sin rumbo. Los vecinos, asomados a sus puertas; en una de las calles laterales una verdulería dio refugio a algunos que escapaban. Me habían enseñado que una de las peores cosas por hacer en una manifestación reprimida era correr, y pude verificarlo en varias oportunidades. Si uno en la desbandada simplemente caminaba, los canas pasaban raudos persiguiendo a los que escapaban. Así fue como me encontré caminando junto con otros estudiantes. De pronto se producían encuentros alborozados con quienes se había perdido contacto en medio de la batahola. Reencuentros, en medio de esa noche oscura, con amigos, novias y compañeras, como ya se decía.
Confluimos finalmente en un departamento del barrio de Palermo donde comenzamos a activar la denuncia, el aviso a los diarios, los comunicados de repudio, los abogados para defender a los detenidos…
Después vendrían, es cierto, otras épocas cuya extremada crueldad cubrió aquellos mis recuerdos casi con la pátina de una estudiantina, aun cuando podría pensarse que lentamente se seguía incubando el huevo de la serpiente que sería dada a luz sólo diez años más tarde.
Y ahora, para concretar aquello que al comienzo llamé la heredad, permítanme concluir retornando a este hoy, a este día de julio a cuarenta años de aquella noche, a esta sala con ustedes, para concluir con lo que no es una interpretación ni un recuerdo construido, sino una conclusión precedida de dos hechos. El primer hecho, del que son testigos, es que aquel estudiante entonces golpeado por fuerzas estatales y actualmente profesor de aquella misma facultad acaba de pronunciar su testimonio en esta sede cultural del Estado argentino. El otro hecho es que uno de aquellos dos que danzaban arrojando piedras y que nunca lograron liberarnos es hoy el director de esta Biblioteca.
Para la conclusión asoma en mi discurso la palabra “demo-cracia”. Es cierto que, por su linaje griego o por su atormentada historia entre nosotros, esta palabra no puede revestirse del erotismo conque Navokov hacía decir “Lo – li – ta” a su célebre personaje. Es cierto además que hemos aprendido que con la democracia no se come, y que ésa es una de las deudas escandalosas de nuestra sociedad en los días que corren. Pero ello no me hará dejar de concluir que respecto de aquella negra noche del sesentiseis algo ha cambiado para mejor en la tierra de los argentinos merced a nuestra endeble pero inestimable democracia. Para resumir este sentimiento digo que la palabra democracia tiene ahora en mi boca el sabor inverso de aquella resaca del miedo en la boca, de aquella noche hoy evocada, y de tantos centenares de noches infortunadas que la seguirían.
Aquellos evanescentes recuerdos y esta amenazada heredad es lo que en este mediodía he querido compartir con ustedes. Muchas gracias.

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